Guía para el buen ciudadano
El gobierno canadiense presentó con bombos y platillos su nueva guía para la adquisición de la ciudadanía. Fue un verdadero evento mediático, pues el interés del periodismo por una nueva posibilidad de controversia “identitaria” es siempre intenso y, en este caso, la expectativa era considerable. ¿Qué es una guía de ciudadanía? En principio, se trata de un documento bastante trivial: es una suerte de manual que le sirve al inmigrante para estudiar cuando llega el momento de pasar el examen que da derecho a la naturalización (luego de un mínimo de tres años como residente permanente). La guía anterior, redactada a mediados de los años 90, daba un pantallazo general de Canadá, con gran énfasis en lo que podríamos llamar une “educación cívica”, es decir, los diversos aspectos del sistema político y todo lo que tiene que ver con el voto y las instituciones representativas. Aparte de ello, la vieja guía adoptaba una perspectiva casi turística, con descripciones de la bella geografía canadiense y vagas referencias a su economía e industria. Algunas frases repetían casi cómicamente los estereotipos sobre Canadá, como el de un territorio “salvaje”, prácticamente “vacío”, sin verdadero peso demográfico. Se desprendía además un tono paternalista en expresiones como que un buen canadiense tiene el deber de “ayudar a sus vecinos” y de “tirar los deshechos en los cestos públicos”. Todo el mundo estaba de acuerdo en que esa guía carecía de informaciones fundamentales, notoriamente en lo que hace a la historia del país y a su realidad social. Por supuesto que cuando la Administración Harper, de orientación conservadora, anunció su intención de corregir esas falencias, muchos pronosticaron un giro radical en la manera de presentar el Canadá a los nuevos ciudadanos. Claro que entre los suaves y autocomplacientes discursos de la era liberal (la Administración Chrétien) y la coyuntura actual, una gran cantidad de transformaciones y debates han alterado profundamente el contexto. El elemento más significativo es el de los cuestionamientos al multiculturalismo que han surgido en la última década, fundamentalmente en relación a la presencia de minorías etnoculturales no occidentales que han solicitado “acomodos” ante las reglas universales. Por ejemplo, pedir que la religión tenga un lugar en la vida pública y que se acepten (o toleren) hábitos justificados en la tradición, aunque choquen con las normas en vigor. ¿Cómo refleja esta situación la nueva guía, publicada el viernes pasado con el nombre “Descubrir Canadá”? Pues con varios puntos clave: el acento en la igualdad de género y en las referencias a los “valores comunes” de los canadienses. Pero es una frase y, más específicamente, una sola palabra lo que ha constituido, sobre todo, el foco de gran escrutinio y animada discusión estos últimos días: “En Canadá, los hombres y las mujeres son iguales ante la ley. La apertura y la generosidad de Canadá excluyen las prácticas culturales bárbaras que toleran la violencia conyugal, los asesinatos de honor, la mutilación sexual de las mujeres u otros actos de violencia basada en el sexo”. Claro que nadie está en desacuerdo sobre el carácter “bárbaro” de esas prácticas. Pero lo que algunos celebran como la primera “raya en la arena” que Ottawa se anima a marcar desde que el multiculturalismo es su política oficial, diciendo que “había que establecer claramente que nuestra aceptación de la diversidad tiene límites”, otros lo criticaron como una concesión a cierta retórica populista. ¿Por qué había que calificar de “bárbaros” esos crímenes comúnmente asociados a ciertas tradiciones culturales, cuando hay muchos otros delitos, propios a nuestra “civilización” que son igualmente deleznables? ¿No se perpetúa con este tipo de vocabulario una estigmatización del “otro” y su cultura, sospechada de “primitiva”, “retrógrada”, etc.? Los dos puntos de vista son válidos y cada uno tendrá su opinión. Si me fío a lo que escucho y leo en los medios, la opinión pública canadiense está más bien satisfecha con el uso de ese adjetivo.