Multiculturalismo español
El Congreso de España aprobó la semana pasada una reforma significativa a la “Ley de derechos y libertades de los extranjeros”. Pocos días antes, me hallaba yo en Madrid participando en unas jornadas de trabajo dedicadas a las migraciones, por lo que tuve la suerte de escuchar a algunos de los mejores expertos que en ese país se ocupan de tales temas. Habiendo ido a hablar a mis colegas sobre las virtudes del multiculturalismo canadiense (y de su variante, el “interculturalismo” quebequés), me encontré con que cierta visión del “enfoque europeo” que tenemos corrientemente en América del Norte no se corresponde verdaderamente con la realidad actual. Tal visión está por supuesto teñida por lo que sabemos acerca de los partidos políticos xenófobos que manchan el panorama político en varios países de ese continente, sobre las dificultades para acceder a la nacionalidad en marcos jurídicos con base en el “jus sanguis” (derecho de la sangre, es decir, ascendencia familiar para determinar la nacionalidad), sobre opiniones públicas que asocian abiertamente al inmigrante con los grandes males sociales, etc. En ese contexto europeo (que no sólo tiene aspectos negativos, pues muchos esfuerzos y recursos son asignados a una gestión más humana e inclusiva de la ciudadanía), España solo se destaca, cuando no se conoce sus circunstancias más de cerca (como era mi caso hasta recientemente), en tanto que “frontera sur” de la Zona Schengen (el espacio sin fronteras internas). Es decir, como punto por el cual se controla el influjo de migrantes clandestinos provenientes de África. Claro que esta función de gendarme es innegable y España toma medidas importantes, cuando no drásticas, para impedir la llegada de embarcaciones desde el Mediterráneo o la costa Atlántica.
Pero para quien tiene una imagen especialmente negativa de la manera en que los europeos, en general, y los españoles, en particular, tratan a los extranjeros “extracomunitarios” (de fuera de la Unión Europea), resulta gratamente sorprendente constatar que la situación tiene matices altamente positivos, sobre todo si se compara con otras regiones – más al norte – de ese continente. Por ejemplo, los “irregulares” (extranjeros sin documentos) no tendrán, con la nueva ley, restricciones en lo que hace a los derechos de manifestación y huelga, educación y justicia gratuita. Subrayemos al respecto que España aplica con notable frecuencia (cada cuatro a cinco años) regularizaciones de indocumentados y permite también obtener – sin trámites kafkianos – la residencia legal cuando se demuestra un “arraigo”, es decir una constancia en la permanencia en el territorio o en los vínculos con la sociedad española. Existen en España vías de acceso a la ciudadanía que son notablemente expeditivas (a veces no más de dos años desde la regularización), lo cual contrasta con gran parte del resto de Europa (y ni hablemos del caso suizo, en donde la espera es de ¡más de una década!). La nueva “Ley de Extranjería” española tiene sus defectos y es criticada desde la oposición parlamentaria. Pero ciertos elementos son incluso sobresalientemente progresistas, como la prohibición de expulsar a mujeres que son víctimas de violencia doméstica, independientemente de su condición jurídica. La integración de los inmigrantes en España no es siempre fácil y los marroquíes y africanos subsaharianos sufren en especial la discriminación y la falta de oportunidades. Los latinoamericanos, en cambio, se encuentran relativamente en buena situación, claro que con excepciones (sobre todo entre aquellos de extracción indígena, quienes son ocasionalmente objeto de actitudes racistas).
Sin embargo, gracias a mi participación en el seminario en Madrid he podido comprender que la situación española – con sus fuertes rasgos de sociedad “multicultural” – no debe ser percibida como mero reflejo del “enfoque europeo” de dureza y hostilidad ante el extranjero, pues presenta elementos de apertura encomiables y que, inclusive, deben llamarnos a una mayor modestia en América del Norte. En Canadá y en los Estados Unidos estamos tan acostumbrados a jactarnos de ser “sociedades de inmigración” que frecuentemente soslayamos tanto los problemas propios como las virtudes ajenas en materia de multiculturalismo.