La narrativa torcida de la transición democrática mexicana

Andamos, otra vez, a vueltas con la transición democrática mexicana. Como un coro desafinado, el análisis político en México se ha empeñado en narrar su muerte sin haberse tomado el trabajo de comprender su vida. Desde uno y otro extremo del espectro político, hay prisa por explicar lo que no se entiende —ni se quiere entender. A la izquierda le urge proclamar el “fin de la transición neoliberal”; a la derecha, lamentar que nuestra transición fue decapitada por el malvado López Obrador. Ambas posturas están equivocadas. Son producto de la ignorancia, si no es que de una lectura interesada de la historia reciente del país.
Desde uno y otro extremo del espectro político, hay prisa por explicar lo que no se entiende.
Ya en otro espacio he intentado desmontar tres mitos sobre la transición. El primero sostiene que México se transformó por arte de magia la noche del 2 de julio del año 2000, con la victoria de Vicente Fox. El segundo afirma que la transición comenzó en 1988, con la decisión de un solo hombre: Cuauhtémoc Cárdenas, quien el año anterior rompió con el PRI para contender por la presidencia fuera del partido hegemónico. Y el tercero —este ya francamente inverosímil— ubica el inicio de la transición en 2018, cuando López Obrador habría mandado a la lona al PRI y al PAN.
Todas ellas, interpretaciones erróneas —si no es que interesadas.
Ahora me veo en la necesidad de añadir un cuarto mito: que la transición comenzó en 1997, que nunca concluyó y que fue abortada en 2024. El autor al que hago referencia no se detiene a justificar por qué elige esas fechas; simplemente afirma: “Creo que no hay mucho espacio a la discusión de que la llamada transición democrática, entendida como el periodo histórico que va de 1997 a 2024, está muerta.”
Ya en otro espacio he intentado desmontar tres mitos sobre la transición. Ahora me veo en la necesidad de añadir un cuarto.
Ya cuando en México empezamos a referirnos a las cosas anteponiéndoles la palabra “llamada”, es que la cosa no pinta bien. Supongo que el autor elige 1997 porque ese año el PRI perdió, por primera vez, su histórica mayoría absoluta en el Congreso; y 2024, porque marca el momento en que la Suprema Corte perdió, en los hechos, su autonomía. Pero igual son ideas mías.
Las fechas, sin embargo, me invitan a reflexionar: hay muchas voces en México —algunas leídas y entendidas— que nunca aceptaron o entendieron que el país transitó hacia una democracia a finales del siglo XX. Consideran que, en el mejor de los casos, se logró una democracia germinal, joven, frágil, boba… y quién sabe cuántos tiernos vituperios más. Ese parece ser el caso del autor que nos ocupa.
Hay muchas voces en México que nunca entendieron que el país transitó hacia una democracia a finales del siglo XX.
Vale decir que no está solo: en las últimas semanas y meses, el tema de la transición ha vuelto al centro del debate, y muchos son aquellos que hablan de una transición inconclusa, malograda, insuficiente, etc. Todo en medio de una cacofonía de fechas —1982-2000, 1977-2024, 1968-2018, 1997-2000, 1988-2000— y así podríamos seguir.
En las últimas semanas y meses, el tema de la transición ha vuelto al centro del debate.
Lo curioso es que poco se menciona una fecha clave: 1977, cuando el gobierno del PRI aprobó la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), que otorgó reconocimiento legal a los partidos de oposición, amén de otras formas de apertura política. Tampoco se subraya lo significativo que fue que, en 1996, el IFE alcanzara plena autonomía respecto del Poder Ejecutivo.
Encandilados por los reflectores y los trajes lustrosos de nuestros políticos —y, sobre todo, guiados por sus propias fobias y lecturas parciales e interesadas de la historia reciente— estos analistas simplemente no aciertan en el blanco. ¿Por qué, entonces, persisten estas interpretaciones erróneas? Parte de la respuesta está en cómo funcionan nuestros cerebros, que suelen preferir relatos simplificados y heroicos en lugar de análisis complejos y matizados. Pero tampoco puede descartarse que detrás de ciertas versiones haya una intención política clara: movilizar apoyos o desacreditar adversarios, haciendo de la historia reciente un campo de batalla simbólico donde se disputa el sentido mismo de la democracia en México.
Nuestros cerebros, que suelen preferir relatos simplificados y heroicos en lugar de análisis complejos y matizados.
Creer en estos mitos no es una simple curiosidad académica; tiene consecuencias reales y profundas para la democracia mexicana. Al reducir la transición a momentos puntuales y simplistas, se pierde de vista tanto la complejidad del proceso como los avances logrados y los retos que aún persisten. Esta visión parcial alimenta la polarización política, ya que cada sector se aferra a su propia narrativa para justificar sus acciones o descalificar a los demás, bloqueando así cualquier posibilidad de diálogo genuino y constructivo. Además, la idea de que la transición “está muerta” o “nunca concluyó” se ha convertido en una excusa frecuente para deslegitimar las instituciones democráticas existentes, lo que a su vez debilita la confianza ciudadana en ellas.
Al reducir la transición a momentos puntuales y simplistas, se pierde de vista tanto la complejidad del proceso como los avances logrados y los retos que aún persisten.
Si quienes supuestamente intentan explicar este país nuestro —y se asumen, además, como defensores de la democracia— no hacen siquiera las mínimas diligencias para hablar con autoridad, poco podemos esperar de su defensa de la democracia. Y que conste: esto no equivale a querer imponer un pensamiento único. Lejos de ello.
Digamos lo elemental: la democracia es uno de los conceptos más debatidos en la ciencia política. Pero eso no da carta blanca para decir cualquier tontería. Lo mismo ocurre con la transición democrática mexicana, cuyo punto de inicio y de cierre parecen condenados a un debate eterno. Lo cual no sería necesariamente malo.
Lo realmente preocupante es la holgazanería intelectual —y las lecturas interesadas— que arrastran el debate al fango.