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¿Votar? Sí, contra el régimen

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¿Votar? Sí, contra el régimen

—Para Maya, en sus diez.

Sí, hay que votar este domingo. Y, obviamente, no por los cercanos a López. Hay que votar, pero hacerlo con plena conciencia de lo que son estas elecciones: comicios en un régimen semi-autoritario. Votar sabiendo que la democracia mexicana de entre siglos (1996-2018) está muerta y enterrada. Entender que esto ya no es lo que era; que, de ahora en adelante, las elecciones en México estarán manipuladas por los gobiernos de Morena, que han capturado las instituciones democráticas (INE, TEPJF), los organismos autónomos y el poder judicial.

Sí, hay que votar, pero con conciencia: son elecciones en un régimen semi-autoritario, con instituciones capturadas por Morena.

Sí, hay que votar en estas elecciones, manipuladas y fraudulentas desde su origen, pero que, aun así, representan una oportunidad de resistir al autoritarismo que campea en México. Votar sabiendo que, en lo sucesivo, las elecciones han sido desnaturalizadas y se convertirán, para la oposición, en plebiscitos contra el gobierno: momentos para gritarle un “ya basta” al poder.

Como advierte el académico Larry Diamond, especialista en erosión democrática: incluso cuando la arena electoral está abiertamente desequilibrada y favorece al oficialismo, las elecciones en regímenes semi-autoritarios siguen siendo la mejor y más prometedora oportunidad para reorientar el rumbo. Lo dice con claridad: “Las elecciones son oportunidades para defender y renovar la democracia. No deben desperdiciarse.”

Las elecciones en regímenes semi-autoritarios son la mejor y más prometedora oportunidad para desafiar a los poderosos.

Sí, hay que votar con los ojos abiertos y con buena memoria: recordando que, si el gobierno cerró una puerta con la reforma judicial, también dejó entreabierta una rendija. Así fue, en cierto modo, como comenzó la democracia mexicana de entre siglos, con la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE) de 1977, que permitió el arribo de los partidos de oposición al Congreso. En efecto, el autoritario PRI nunca quiso iniciar una transición democrática; lo que quería era conservar el poder. Y para ello, en un contexto cambiante, tuvo que dotarse de una careta democrática.

Es cierto que lo hizo, por un lado, dándole vida artificial a partidos satélite. Pero también es verdad que la auténtica oposición entendió que solo había de dos sopas: boicotear elecciones que, a todas luces, estaban amañadas, o participar en ellas, denunciar las trampas y empezar a ganar espacios. Por pequeños que fueran —una diputación, una presidencia municipal—, esos espacios comenzaron un camino azaroso hacia la democratización del país, que, en el mejor de los casos, siempre fue un proyecto de largo aliento.

La auténtica oposición entendió que solo había dos opciones: boicotear elecciones amañadas o participar, denunciar trampas y ganar espacios.

Y el tiempo le dio la razón al PAN: su estrategia gradualista, paso a paso, fue acumulando capital político y orillando al régimen a aprobar reformas electorales que, finalmente, en 1996, nos dieron una democracia.

Sí, hay que votar, recordando que fue solo cuando el PRI comenzó a debilitarse que, por primera vez, vivimos una división interna significativa, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas. Mientras el PRI fue absolutamente hegemónico, ninguno de sus miembros vio razón alguna para abandonar la coalición gobernante. Incluyo aquí a Cárdenas, quien no tuvo reparo en gobernar Michoacán bajo las siglas del PRI en los años ochenta; e incluyo también a López Obrador, quien se afilió al PRI en 1976, justo el año en que José López Portillo ganó con el cien por ciento de los votos.

Mientras el PRI fue hegemónico, ningún miembro quiso abandonar la coalición gobernante.

Señores, insisto: esto ya no es lo que era. Las elecciones en un régimen semi-autoritario obedecen a otra lógica. Para el oficialismo, son a menudo una herramienta para amedrentar a los opositores, movilizar a sus bases clientelares y simular legitimidad. Para la oposición, en cambio, son oportunidades —en el peor de los casos— para exhibir las trampas, abusos y marrullerías del régimen, y —en el mejor— para poner en evidencia su debilidad estructural e incapacidad para sofocar del todo la disidencia.

En regímenes semi-autoritarios, las elecciones sirven al oficialismo para intimidar y simular legitimidad, y a la oposición para denunciar fraudes y mostrar la debilidad del régimen.

Ahora toca arremangarse la camisa y volver a picar piedra. Y hacerlo de buena gana —al mal tiempo, buena cara—, con plena conciencia de que la democracia es tarea de Sísifo, y que la roca, hoy por hoy, está al fondo del barranco. No será cuestión de un día darle la vuelta a esto. Pero si no reconocemos dónde estamos parados, y no entendemos que estas elecciones —fraudulentas y manipuladas como son— representan también una oportunidad para incomodar al poder, entonces no hemos entendido nada de lo que está pasando. Este no es momento para posturas maximalistas ni actitudes exquisitas que, en los hechos, solo dejarán el camino libre a un gobierno que, como ya vimos, tiene prisa por destruir la democracia y ni siquiera se molesta en disimularlo. Cuanto antes reconozcamos que hay que dar la pelea donde se pueda y como se pueda, mejor estarán las fuerzas pro-democracia para pararle los pies al régimen.

Elecciones fraudulentas y manipuladas también son una oportunidad para desafiar al régimen; ignorarlo es no entender la realidad.

Me temo que estas elecciones del 1 de junio no serán la última vez que votemos jueces y magistrados. Un despropósito que ya muchos han analizado, así que no entraré en honduras. Lo que sí quiero subrayar es que quizá estamos por enfrentar veinte, treinta, cincuenta años más de simulaciones electorales que, en el fondo, buscan consolidar la captura política del Poder Judicial. La oposición —el PAN, el PRI— y las fuerzas pro-democráticas no pueden darse el lujo de caer en el inmovilismo durante las próximas décadas. “El que tiene el poder, no lo querrá soltar nunca”, es una máxima de la política. A lo que yo añadiría: el poder no se merece, se arrebata.

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