Entre el cambio y la continuidad en Argentina
Sea quién sea el ganador del balotaje presidencial en Argentina, la era Kirchner llega a su fin, cerrando un capítulo de 12 años en la vida política de ese país. ¿Qué balance se puede hacer del período (compuesto de tres mandatos: uno de Néstor Kirchner y dos de su esposa, Cristina Fernández)?
En primer lugar, es necesario indicar que cualquier evaluación del conjunto de sus logros y fracasos estará sujeta a controversia, ya que las opiniones sobre el legado kirchnerista suelen generalmente expresarse como muy positivas o muy negativas. Aquellos que sostienen une visión favorable de los Kirchner, subrayan los avances en materia de políticas redistributivas, los apoyos a la cultura, la ciencia y la educación, la promoción de los derechos humanos y la lucha contra la discriminación, y algunos de ellos valoran además las posturas anti-norteamericanas y anti-capitalistas que asumieron en diversos momentos ambos presidentes. Al contrario, aquellos que se definen como anti-Kirchner señalan la intolerancia – sobre todo de la presidenta – hacia toda forma de disidencia, así como la orientación populista del gobierno y las sospechas de corrupción y de connivencia en los niveles más altos del Estado nacional. Cuando pensamos en los numerosos argentinos de clase media que prefieran une suerte de “cambio con continuidad”, una idea que los principales candidatos presidenciales han intentado de un modo u otro encarnar durante la campaña electoral, encontramos esa mirada ambivalente: guardar las conquistas sociales, pero llevar a la sociedad a un terreno de mayor liberalización económica y moderación política.
La presidenta mantiene, luego de 8 años en sus funciones, un alto grado de aprobación pública, lo cuál expresa, no sólo su evidente habilidad como líder, sino también la increíble perdurabilidad del peronismo, un fenómeno difícil de comprender y, más aún, de explicar afuera de Argentina. Hay quienes consideran que el peronismo no es tanto un partido o una posición política, como una estrategia para concentrar y ejercer el poder. Por eso, han podido existir, simultánea o sucesivamente, peronismos de extrema derecha y de extrema izquierda, pro-EE.UU. y anti-imperialistas, neoliberales y keynesianos. El peronismo ha sido, en el pasado, una identidad muy poderosa – la del Pueblo, de la Nación, de la Historia – pero puede decirse que se convirtió, desde el retorno a la democracia en 1983, en la máxima garantía de gobernabilidad. En efecto, se instaló firmemente la noción – o el mito – de que sólo el peronismo es capaz de generar el apoyo de los sectores populares y de las provincias para poder asegurar la estabilidad del país. De algún modo, se estableció una profecía autocumplida, que dicta que, sin peronismo a cargo del Estado, no hay paz social.
En fin, sea peronista o no, el próximo presidente enfrentará desafíos considerables. Las asignaturas pendientes son muchas y delicadas, sobre todo en el ámbito macroeconómico: renegociación de la deuda externa (con los famosos “fondos buitres”) para obtener acceso a financiamiento internacional, devaluación gradual de la moneda y eliminación de controles de cambio, reducción de la inflación y retorno a la disciplina fiscal. Asimismo, sin exagerar la brecha ideológica que reina hoy en Argentina, se impone un urgente trabajo de reconciliación nacional, lo cual implica también revalorizar el papel del Congreso y reafirmar la independencia del Poder Judicial. Además, el próximo presidente tendrá que afianzar su propio espacio de autoridad, para lo cual deberá tocarse a desarrollar un amplio sistema de alianzas sin por ello debilitarse como eje central e indiscutido del poder. En esa ardua tarea, la presencia de la ex-presidenta en el universo político post-kirchnerista emergerá como un elemento problemático, pues ella conservará una gran dosis de legitimidad en el seno del peronismo (y de una parte de la izquierda), lo cual significa un reto mayor, tanto para un presidente peronista como para un presidente no peronista.