El justo valor de una Comunidad de Estados Latinoamericanos
Sobre ello no cabe dudas: la Declaración de Caracas constituye un hecho simbólico. Claro que cuando se dice de un hecho que éste es simbólico, dos acepciones de la frase son posibles: o bien el hecho es puramente formal, superficial, expresivo o, por el contrario, está cargado de profundas significaciones, indica un punto de inflexión en un proceso, demarca una divisoria de aguas entre el antes y el después. Cuando se habla de los diversas declaraciones de unidad latinoamericana (o sudamericana, o de cualquier subconjunto regional en el continente), hay que reconocer que la primera acepción – envuelta en un manto de cinismo – es generalmente la que domina los análisis. Cumbres de todo tipo, firmas de tratados y ampulosas declaraciones sobre “sueños” o magnos “proyectos” parecen reflejar la propensión latina al discurso…
¿Por qué este jalón en especial sería diferente? Sin caer en vanas futurologías, me animo a destacar este “hecho simbólico” como un evento mayúsculo, no por sí mismo, sino como señal de una dinámica que comenzó hace poco más de diez años y que, para una lectura moderadamente optimista, ofrece enormes potencialidades. Cualquier indicador que se tome – de crecimiento económico y estabilidad financiera, de lucha contra la pobreza y la discriminación, de firmeza del modelo electoral-democrático, de vigor ciudadano – nunca conoció América Latina una década como la primera del corriente siglo, y nada sugiere que la tendencia no se sostenga durante la segunda. Siempre hay que aclarar (y lo hago aquí) que “mejor” no refiere a un absoluto, sino a una comparación con el pasado. Las asignaturas pendientes son numerosas y a veces incalculablemente costosas, con pocos visos de próxima resolución, pero la invitación es a ver el vaso a medio llenar y no medio vacío.
Los Estados que forman la nueva Comunidad (CELAC) se encuentran, más allá de evidentes situaciones particulares, en una convergencia única. Por más que aludamos a viejos (o recientes) intentos de unidad, ninguno sumó a todos los países, sin excepciones geográficas, culturales o ideológicas, pero dejando de lado – correctamente, mi juicio, por lo que no hay que pedir disculpas – a las naciones del Norte, aquellas que no forman parte (ni lo desean) de esa América mestiza, ibérica, latina o como queramos llamarla, definida por una historia y una identidad comunes, más que por rasgos “objetivos” que se puedan enumerar. Se equivocan quienes ven en este gesto una ruptura (para con la OEA, Washington o el mundo globalizado), pues no es tal el principal objetivo. Se trata de un paso tan natural como necesario, demorado indebidamente, finalmente en curso de materializarse. Por supuesto, no hay que esperarse a un mágico pan-latinoamericanismo que fluya de ahora en adelante. Veamos al momento en su dimensión propiamente simbólica, como el momento fundacional de un pacto entre socios, de una promesa solemne, de la obtención de un diploma. Imprescindibles hitos para iniciar una nueva etapa vital, pero inmateriales hasta que la concreta labor no comience.
Caveat lector: The opinions expressed in this blog are strictly personal, and do not necessarily reflect the views of Global Brief or the Glendon School of Public and International Affairs.
Advertencia: Las opiniones expresadas en este blog son estrictamente personales y no reflejan necesariamente las posiciones de Global Brief o de la Glendon School of Public and International Affairs.